El falso dilema entre acceso a la información pública y resguardo del proceso penal acusatorio (primera parte).
La publicidad de los actos de gobierno es un principio del sistema republicano. Las audiencias penales son actos de gobierno. La libertad de prensa es una garantía constitucional de la democracia. El libre acceso y desempeño de los medios de comunicación a las audiencias penales es libertad de prensa.
La libertad de prensa tiene límites: el interés público opera como su primer límite ético. Los derechos a la intimidad, la protección de las personas especialmente vulnerables y el aseguramiento de los fines del proceso penal son algunos de sus pocos límites normativos.
Contadas razones habilitan a un Tribunal a restringir total o parcialmente la publicidad de un juicio penal.
En Río Negro (Argentina) como regla, todas las audiencias penales de cualquier etapa del proceso son públicas (Art. 73 CPPRN). Mismo principio rige al menos para las 13 jurisdicciones argentinas que han implementado el proceso penal acusatorio, a las cuales puede extenderse, con algunas particularidades, el presente análisis.
El Código Procesal Penal rionegrino establece como principio que los medios de comunicación “podrán presenciar las audiencias e informar al público sobre lo que suceda” (Art. 74). Sin embargo, la misma norma aclara que “el tribunal señalará en cada caso las condiciones en que se ejercerán esas facultades” y definirá -por resolución fundada-, eventuales restricciones que deban imponerse en salvaguarda de intereses superiores.
En resguardo de intereses superiores de carácter individual, el Tribunal puede ordenar a los medios de comunicación que no graben ni difundan la identidad, voz o imagen de la víctima, de el/la imputado/a o de un/a testigo (Art. 74). Esa restricción debe cumplir dos condiciones:
– Debe pedirla la persona interesada. No puede ordenarse de oficio, salvo que se trate del testimonio de personas menores de edad.
– No es automática. El Tribunal debe examinar los motivos del pedido y resolver “en función de los diversos intereses comprometidos”.
Para resguardar intereses superiores de carácter general, un Tribunal puede ordenar que el juicio se realice total o parcialmente en forma privada o puede definir restricciones específicas ante una serie muy limitada de circunstancias:
– Que se afecte directamente el pudor y la vida privada de alguna de las personas intervinientes en el juicio, o se ponga en peligro su integridad física. (Art. 73)
– Que se ponga en peligro un secreto oficial, profesional, particular, comercial o industrial cuya revelación pueda causar un perjuicio grave. (Art. 73)
– Cuando personas menores de edad estén afectadas al proceso, sea en carácter de imputados/as o de víctimas vivas (Ley Nacional 26.061, entre otras).
– Cuando la publicidad sea perjudicial para el desarrollo del debate. (Art. 74)
Sobre este último supuesto se centra el presente análisis.
El “peligro de contaminación”
Ninguna norma prohíbe la transmisión en vivo de las audiencias penales como correlato del ejercicio de la libertad de prensa y del acceso a la información pública. Pero a diario se presenta un supuesto dilema en los juicios orales y públicos, y especialmente los juicios por jurados populares, cuando éstos demandan varias jornadas de debate.
No se discute que son públicos y transmisibles en vivo los alegatos y el veredicto. El problema se presenta con las audiencias que implican “producción de prueba”: declaraciones de testigos y peritos/as, exhibición de evidencias, reproducción de imágenes o documentos, etc.
Allí surge inmediatamente el temor a que “la publicidad sea perjudicial para el desarrollo del debate” y el sistema judicial emite en automático una reacción restrictiva: prohibir a la prensa el acceso a esas audiencias, o permitir su acceso con la condición de no retransmitir en vivo ni reproducir luego de manera integral lo que hayan visto allí.
El argumento es que la mediatización pone en riesgo los “fines del proceso” cuando las declaraciones de los y las testigos o peritos de la primera jornada son difundidas (y valoradas) por la prensa y llegan a conocimiento de los y las testigos que están convocados para los días subsiguientes.
El temor judicial es que los y las testigos de las jornadas más avanzadas del debate pierdan la espontaneidad de sus recuerdos o condicionen sus declaraciones, ya sea para coincidir con la supuesta “opinión pública” que perciben sobre el caso o para evitar su propia exposición mediática como consecuencia de su declaración.
En los juicios por jurados populares, el temor se duplica ante la suposición de que los y las integrantes del Tribunal Popular podrán ver influenciada su decisión final por el resultado que se espera en el “juicio mediático paralelo”.
El riesgo de contaminación de testigos y jurados durante un juicio oral y público con repercusión mediática parece razonable a primera vista, pero se diluye a medida que se analizan las salvaguardas que el propio sistema procesal penal ha previsto para esos casos.
El origen de la contaminación de un testigo podría ser “la prensa”. Pero también podrían ser el temor a represalias, la presión de sus vecinos, la opinión de la familia, el “peine” de la parte que lo propuso para atestiguar, un soborno, su situación de vulnerabilidad, sus propios prejuicios, sus convicciones religiosas…
Ante un enorme abanico de posibilidades, pretender responsabilizar a la prensa como factor principal del riesgo de contaminación es, como mínimo, injusto.
Un testigo contaminado es una prueba perdida -o al menos debilitada- en un juicio. Atenta contra el esclarecimiento de la verdad, alimenta el peligro de impunidad, hace peligrar la pacificación del conflicto o es el germen de uno nuevo.
Pero restringir la publicidad de las audiencias penales no es la primera herramienta que da la ley para tratar de contrarrestar el riesgo. Hay al menos 20 resortes previos que están expresamente previstos y que se deben articular antes de echar mano a la última carta, la carta en la que un Poder Judicial cierre sus puertas al control público y trastoca con una justificación aparente un principio republicano.
Herramientas legales de profilaxis mediática
La primera herramienta es una histórica y punitiva: el delito de falso testimonio. No hay testigo que no sea advertido/a de esta sanción penal cuando se sienta a declarar. “Afirmar una falsedad o negar o callar la verdad, en todo o en parte” es un delito que se castiga con hasta 10 años de prisión, y no hay chance de que un testigo lo desconozca.
La segunda es el “juramento de decir la verdad”, cuyo peso puede ser significativo porque la persona jura “por sus creencias”. Dudosamente un testigo preferirá orientar su declaración por “lo que vio en los medios” en vez priorizar lo que percibió con sus propios sentidos, cuando el riesgo para sí mismo es tan alto en el plano terrenal como en el plano de la fe.
Como tercera herramienta la ley otorga a los y las testigos el derecho de solicitar reservas y medidas de protección. “En todo momento del proceso, el testigo tendrá derecho a (…) que se adopte toda medida en protección de su persona, su familia y sus bienes”, dice el Art. 83 del CPPRN.
Como cuarta herramienta, tiene derecho a pedir “que no se autorice a los medios de comunicación a que se grabe su voz o su imagen”. En ese caso, dice el Art. 74, “el tribunal examinará los motivos y resolverá en función de los diversos intereses comprometidos”.
Estas últimas dos deberían alcanzar para evitar, como mínimo, los testimonios contaminados por el miedo a las consecuencias de la exposición pública. Pero la realidad muestra que no. Y ahí corresponde advertir sobre una práctica deficiente de los y las operadores judiciales en los juicios penales. Los y las testigos suelen no saber qué significa cabalmente estar participando de un juicio “oral y público”, ni saben que entre las personas de la sala o conectadas remotamente hay periodistas, ni saben que tienen derecho a pedir su reserva y protección personal. Una falencia que genera riesgos de contaminación, pero que en modo alguno puede atribuirse a la prensa.
Una quinta herramienta es la consulta inicial sobre las “generales de la ley”. Se pregunta sistemáticamente a los y las testigos si “se sienten libres de declarar con la verdad”, se les ejemplifican circunstancias que pueden afectar su veracidad o que puedan significarle algún “interés personal” en el resultado del juicio. Si tan determinante para el sistema es el temor a la contaminación mediática, nada impide que ese momento procesal obligatorio sea aprovechado para consultar al testigo sobre cuánto conoce de la cobertura periodística del caso y si en alguna medida ésta le influye.
El sexto antídoto legal contra la contaminación de testimonios por la prensa es el modo en que la ley obliga a llevar adelante los interrogatorios y contrainterrogatorios. Pero la utilidad de la herramienta depende de la destreza de quien la use. Con una acertada pregunta o contra-pregunta de las partes puede salir a la luz la temida influencia que pudo tener la cobertura periodística sobre los pensamientos y sentimientos de un testigo promedio.
Y cuando la sospecha de contaminación se consolida -situación que en la experiencia judicial y en el devenir de una audiencia se torna bastante obvia- la ley ofrece una séptima herramienta: la posibilidad de cotejar declaraciones previas para “refrescar la memoria”. Cuando se sospecha que esos olvidos, totales o selectivos, responden a condicionamientos externos, este procedimiento legal resulta de evidente utilidad.
Una octava herramienta, que es una versión agravada de la anterior, es el “tratamiento para el testigo hostil”. Allí cae la regla que encorseta el modo de preguntar que deben respetar las partes y éstas pueden entablar un interrogatorio con preguntas “sugestivas o indicativas”, una litigación de carácter más agresivo que está prohibida para los testimonios regulares.
La novena herramienta es exclusiva de jueces y juezas: es su facultad indelegable de valorar las pruebas bajo los parámetros de su “sana crítica racional”. Más allá de que el debate sobre qué es “la sana crítica” y cuáles son “las máximas de la experiencia” está calurosamente abierto gracias al empuje del feminismo para que se dicten de fallos con perspectiva de género, los jueces y juezas son las únicas personas que tienen legalmente el poder de decir qué es verdad y qué no lo es a la luz de ese criterio de interpretación que aplican a los testimonios y demás evidencias. El testigo que a criterio del juez ha declarado condicionado o ha retaceado la verdad por la influencia de la prensa, perderá peso en la balanza a la hora de dictar la sentencia. Si se trata de un caso bien investigado y de un cúmulo de indicios y evidencias bien analizado, la verdad igualmente debería quedar a la luz. Si el contaminado fue el testimonio central y excluyente para probar un delito, la parte que lo propuso debería revisar para el futuro sus prácticas de contención, protección y construcción de confianza con las personas que son, literalmente, su prueba viviente.
La décima herramienta legal es el sistema de recursos, el camino de revisión de las sentencias por parte de organismos superiores creado especialmente para detectar y corregir posibles errores judiciales.
En este contexto, por el juego articulado de todas las herramientas legales previas a la reserva del juicio, se vuelve ínfimo -sino inexistente- el peligro de condenar a una persona inocente por culpa de la prueba contaminada de un testigo sugestionado por la prensa.
El dilema entre la publicidad de las pruebas de un juicio y el resguardo de los fines del proceso, al menos en lo que atañe a la función de la prensa, deviene falso.
(Próxima entrega “El juicio por jurados y otras 10 razones para no excluir a la prensa”).
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